Leía esta semana una crónica de la manifestación acontecida en la Plaza España de Palma. Bajo una pancarta que contenía el título “Cadena perpetua revisable” se congregaron unas doscientas personas. Dicho artículo finalizaba de la siguiente manera: “…manifestantes que además han defendido abiertamente la pena de muerte para los criminales”. Entre un alumbrado pesimismo y al mismo tiempo cierta resignación ante tanto despropósito, intento escribir este artículo.
Debo empezar rechazando el cruel homicidio que ha conmocionado a toda España, el del pequeño Gabriel. Sirva de entrada y quede de manifiesto que crímenes de esta categoría merecen un severo castigo por parte de los poderes públicos. De hecho, el asesinato de personas menores de 16 años está penado con la prisión permanente revisable. Repito, severo castigo, pero en ningún caso inhumano. Ante, lo que a mi entender es un claro precepto inconstitucional, una parte de la sociedad española ha iniciado las oportunas campañas para evitar la derogación de la prisión permanente revisable. En Palma, lo han hecho sin usar el eufemismo, y con todas las letras: Cadena Perpetua. Pero han ido un paso más allá, pidiendo la pena de muerte para los criminales. Sin pretender dar notoriedad al hecho anecdótico, al verlo, comparé la situación con un partido de fútbol. Permítanme el símil. El árbitro pinta un penalti inexistente, los jugadores no corren, la directiva calla. En cambio, los aficionados estallan con insultos y descalificativos hacia los protagonistas ante la derrota que están presenciando y que parece inevitable. Una semana después, cuando se tiene la mente serena y no se ‘está en caliente’, los mismos aficionados lamentan la derrota. Pero los insultos se han transformado en críticas constructivas para evitar futuros tropiezos.
Como decía al principio, el artículo lo escribo desde el respeto a los familiares del pequeño, pero a la vez, con pena al ver que la respuesta de la gente, a través de periódicos, redes sociales y en la calle, ha sido odio. Desde la insensatez de opinar sobre el código penal a golpe de titular. Desde el olvido a derechos básicos como la presunción de inocencia. Simple resignación.
Asistía la semana pasada a una clase de cultura empresarial nórdica donde el profesor explicaba que los suecos nunca han sido muy dados a grandes revoluciones. Ponía de ejemplo el incipiente comunismo que al llegar a Suecia no cristalizó con el marxismo, sino que lo hizo con las tesis más moderadas encabezadas por la socialdemocracia. En España, –y me atrevería a decir en todos los países del sur de Europa, como Francia, Portugal e Italia– tenemos un cierto gusto por exacerbar sentimientos y demostrar pasiones. Pasamos del negro al blanco. Del conmigo o contra mí. De los continuos extremos. A diferencia de los países nórdicos, nos hierbe mucho más la sangre ante las injusticias. Y seguramente, como colectividad necesitemos mayor serenidad. Y mayor mente fría para tomar según que decisiones. Pero al mismo tiempo, este estado de opinión en continua ebullición es algo tan nuestro, tan característico y descriptivo, que bienvenido es.
No por nuestra forma de ser ‘latina’ debemos obviar que cambios legislativos que afecten a derechos fundamentales deben ser considerados con mente fría. Evitemos caer en el error de ponernos al nivel de según qué criminal, exigiendo el ‘ojo por ojo y diente por diente’. Ante delitos atroces, el Estado no debe responder con mayor crueldad. Al contrario, debe reaccionar con la oportuna condena para evitar futuros comportamientos delictivos y exigiendo un castigo oportuno, pero a la vez cumpliendo el mandato constitucional de asegurar la reinserción de las personas privadas de libertad.